
Estaba en la cola de una librería cuando detrás de mí, escuché los gimoteos balbuceantes y suplicantes de dos niños.
—Paaaapiiii tengo hambdeeee
—Vaaaaaaale godi ahoda comemoozzzz
Ah, no. No eran dos criaturas. Eran más bien dos seres sobradamente desarrollados. Mujer, unos treinta, 1,70, labios rojos, taconazo. Hombre, unos treinta y cinco, 1,90, peludo, espaldaca. ¿Por qué? ¿Por qué se comunicaban como si fueran anormales? Era el mismo tono aflautado, de timbre estupidizador y aniñadamente artificioso que utilizamos a veces cuando hablamos a un bebé, vocalizando bien cada letra, exagerando y ajustando nuestra mimética física. Una cosa es usar el tono bebé y la otra bien distinta comunicarse a través de un lenguaje infantilizado. Poco a poco empiezo a fijarme en cómo se hablan algunas parejas. Al principio de la relación, la comunicación se presenta acorde a la edad, pero con el tiempo aparece sutil y gradualmente, esa ternura empalagosa del dialecto bebé conyugal. ¿Cómo pasamos del deseo, la pasión, el romanticismo, la ternura, al dialecto mamá? Gordi, peque, bebé, tonti, osito, gatito, quesito. Investigando, me sumerjo en realidades paralelas de hormonas, roles, teorías del apego, fetiches, pornografía y posibles resortes inconscientes.
Leer más